El retorno del quetzal
Tengo la teoría de que cuando uno está en un lugar con peso turístico intenso, como, por ejemplo, una maravilla del mundo moderno, es cuando más mundano se pone. Ahí es cuando lo humano, lo efímero, queda mucho más en evidencia. O igual y es el andar en la pendeja constante, independientemente de las maravillas, modernas o antiguas, que nos rodeen.
Pues resulta que ayer estuve frente a este fastuoso templo de la Serpiente Emplumada, a.k.a. Kukulkán, y gracias a la lluvia pre-primaveral surgió una chingonería de historia que contar, con la que puedo decir que mi libido renació de sus cenizas como un ave fénix. O, tal vez debería decir que renació como un quetzal.
Con dos horas de tour en el sitio arqueológico, y después de la primera hora con un guía bastante mediocre, con poca capacidad narrativa (dice la que narra a partir de tuits) para comunicar historia, hecho que compensaba nada más que con chistes fáciles, apenas si hubo tiempo para tomarnos las clásicas selfies y demás poses pretenciosas con las pirámides de fondo, cuando sin más se soltó a llover. Era predecible, porque el gris en el cielo estuvo amenazante desde que llegamos. No obstante, fue una lluvia tropical, de esas tibias, sin viento ni frío, pero repentina y abundante, constante. Nos guarecimos en uno de los puestos de artesanías hechas en obsidiana
Mis amigas aprovecharon para comprarse collares con dije de obsidiana (muy dudosa, a mi parecer), y cuando terminaron nos quedamos ahí esperando que baje la lluvia, porque aunque no hacía nada de frío, estaba densa, y dejar el resguardo del techito de plástico azul implicaba empaparnos por completo. La otra opción era comprar sendos impermeables de bolsa, pero nos parecía demasiado caro. Esperar fue la opción elegida por unanimidad.
Al puestito donde estábamos se acercaban japonesas, coreanas, gringos, canadienses, argentinos, algunos se quedaban y otros seguían de largo. Había de todo, lingüísticamente era una suerte de torre de Babel en escenario maya. Mis amigas, siempre extrovertidas, nunca introvertidas, estaban preocupadas por la hora de salida de nuestro autobús. Como no veían a nadie conocido de nuestro grupo del tour en los alrededores, una de ellas le preguntó a una chica y un chico que iban pasando por el puesto si ellos eran de nuestro bus, el 38, y ellos no entendieron nada. “English?”, dijo el chico, muy sincero, sin sonar para nada arrogante. En ese momento fue que yo levanté la mirada en esa dirección.
Era un par de europeos, jóvenes, unos 28–33 años, no más. No sé siquiera si eran pareja. El chico era alto, de piel clara pero no blanco nieve ni rojizo, de cabello castaño oscuro, cortado muy corto, ojos café oscuro; nada especial, pero no era para nada feo. Traía shorts y una playera gris claro sin mangas, era de espalda amplia, brazos fuertes, piernas marcadas, cuerpo atlético, en general, armónico. Podría decirse que tenía el aspecto de un soldado ruso, por el pelo corto, pero tampoco tenía rasgos eslavos, ni era tan alto. Por su parte, la chica era rubia, su cabello ondulado estaba recogido en una colita corta, su rostro era redondo y era un poquito ojerosa: tenía ojos claros, pero tampoco tenía una belleza especial. Podría ser una enfermera. Ambos eran como el promedio de personas más comunes de Europa central/del este. Hablaban entre ellos algo que parecía alemán, pero definitivamente no lo era. Podía ser austríaco (similar al alemán alto, pero incomprensible para quien haya estudiado sólo eso) sueco o noruego, holandés no era, finés tampoco.
A causa de la lluvia que no paraba, entraron hasta la parte de atrás del puestito donde estábamos, constituido por unas mesas donde estaban las artesanías y una lona de plástico azul atada de los árboles. Estábamos justo en el espacio entre dos mesas y veíamos como los comerciantes negociaban cada pieza con fabulosa habilidad. Al incorporarse a nuestra zona de refugio, el vato pasó muy cerca de mí, realmente había poco espacio, y me rozó la espalda con el pecho. Sentí en mis omóplatos el tono muscular de su abdomen y el inicio de uno de sus pectorales. Era delgado, pero con volumen y tono. Por suerte ya no me ardía la espalda de las asoleadas previas, ese roce habría sido un poco doloroso el día anterior. Curiosamente, no sentí nada raro. Al percibir esa cercanía lo primero que tuve fue una sensación muy certera: no había molestia alguna, sólo se sentía comodidad, relajación, espacio.
En una pequeña aglomeración de ese tipo siempre me resulta extremadamente incómoda la cercanía no deseada de las otras personas, sobre todo sus olores. Ese olor a mojado que toman los seres humanos y su ropa cuando les llueve encima y no han tenido oportunidad de secarse. Una humedad que se recicla. Pues este vato a mí no me olía a nada, sólo se sentía tibio y seguro, ahí atrás mío, sin molestar, estaba muy cerca y al parecer nada más importaba.
Por el tono en el que estaban hablándose, asumí que él y la morra con la que iba estaban discutiendo algo, cuando de golpe dejaron de hacerlo y se quedaron completamente en silencio. No pasaba nada. En un momento dado me sentí tan cómoda con la situación y la circunstancia que llegué a pensar: “pero qué es esto? Is this feeling horny?”
Entre tanta comodidad y contención inesperada, de pronto se me empezó a antojar que se me caiga el jabón, if you know what I mean, y poder darle un llegue cordial al joven soldado que estaba justo atrás de mí, así como quien no quiere la cosa, pero obvio no hice nada porque yo — ante todo- respeto, y también porque no había jabón ni eran unas regaderas comunitarias ni ná. Después apareció una perrita negra empapada, a protegerse de la lluvia o a hacernos compañía, o ambas, y se echó a nuestros pies, y ahí los 3, la morra también, la miramos con ternura. Nadie dijo nada, sólo se sentía un ambiente de cordialidad y respeto por la vida. Le hicimos espacio y la vimos hacerse bolita en el suelo. Al ratito se cambió de lugar, mismo ritual de dar una vueltecita y hacerse bolita, rozar nuestras pantorrilas con su pelaje mojado, y la volvimos a mirar, así de: “ay qué linda perrita”
Gradualmente empezó a bajar la intensidad de la lluvia, y mis amigas y yo decidimos, después de una breve deliberación, irnos del puestito rápidamente para que no nos dejara el bus. Al alejarme, en un gesto casi involuntario, decidí voltear la mirada hacia atrás, cuando ya estaba a un metro y medio de distancia, sólo para ratificar si todo pasó en mi imaginación o si realmente el soldado de mi retaguardia era la misma persona que alcancé a ubicar cuando llegaron al puesto. Fulminante, al mover mi cabeza en su dirección me topé con su mirada directa a mis ojos, eran sus ojos oscuros, los mismos que vi cuando llegaron, haciendo ese gesto tan típico masculino de mirar hacia abajo y luego subir la mirada, como de niño regañado, alzando un poco las cejas y sabiéndose sorprendido al mismo tiempo que uno sorprende. Fue ese instante cósmico, que en lenguaje humano universal se traduce como un: “sentiste lo mismo que yo?” pero dicho completamente con los ojos, confirmado en cuestión de segundos.
Quedé alegremente sorprendida porque, aunque toda esta escena fue elaborada con la cercanía física de un chico que no iba solo, la presencia de la chica fue prácticamente irrelevante, y -según yo- lo único que podría prender mi supuestamente extinto anafre erótico era la lesbiandad: pues resulta que me equivoqué de medio a medio.